Si
no purificamos el corazón, toda mística deviene en una forma corrupta de
anarquía. La purificación del corazón, tan a menudo resaltada en los diferentes
estratos religiosos de cualquier cultura es un proceso que, en esencia, debe
mantenerse en constante funcionamiento para garantizar el sentido real de
nuestras experiencias introspectivas.
En
nuestro magma social lo anárquico y lo místico suelen confundirse. La evidente
no aceptación de las normas es una característica que debe ser analizada para
valorar justamente esta confusión. El místico no se opone a la norma,
simplemente se aparta de los pilares sobre los que esta se edifica. No obedece
a ninguna ley exógena a la naturaleza inmaculada de un corazón puro.
Nuestra
estructura moral se establece desde nuestros primeros pasos en el mundo, se
define, configura y penetra hasta lo más profundo de nuestra psique desde los
orígenes más insospechados. Definimos un bien y un mal en base a patrones que
poco tienen que ver con nuestra naturaleza real y mucho con un orden social
establecido para una convivencia pacífica y organizada.
El
individuo, sujeto a este conjunto de leyes, se ve condicionado a valorar su
universo psíquico desde esta perspectiva coloreada por elementos externos,
sociales, culturales, educacionales y limitantes hacia su propia expresión
personal. A través de esa confusión inicial intenta autodefinirse sin muchas
garantías de éxito.
El
místico se involucra en la vida, participa en ella, se aparta temporalmente
para indagar en la soledad de su única e inmediata presencia y, repleto de esa
experiencia interior, vuelve al entorno selvático al que como ser humano
pertenece. En este entorno vuelca su experiencia interior haciendo uso de
aquello que ha experimentado en la soledad meditativa de su propio presente
inmediato.
No
se permite el lujo de juzgar, de condenar, de perder la paz interior. No se lo
permite porque es consciente de que la inercia circundante solo es fuerte
cuando nuestro corazón está manchado de incoherencia, de injusticia o de
negatividad.
¿Cómo
podremos depurar nuestro corazón? Esta cuestión tan ampliamente debatida por
los filósofos de todas las épocas carece de sentido en el contexto que nos
ocupa. El corazón es el templo de nuestro espíritu, es la fuente de la que
brota nuestro pensamiento y es el manantial inagotable del verdadero amor. La
gratitud sincera por la vida, por la experiencia, por poder experimentar
directa y conscientemente el proceso de la creación puede llenarnos de amor el
corazón. Sólo con ese sentimiento afianzado podemos hablar de un corazón puro,
de una vía para que nuestra naturaleza se exprese sin la nefasta influencia de
las normas establecidas en base al miedo, el rencor o la injusticia humana en
sus más perversas manifestaciones.
El
camino del místico es el camino del amor, de la conciencia pura en un instante
en el que no cabe otro sentimiento, otro pensamiento, otro objetivo.
Experimentar esa capacidad de amar, de comprender a través del afecto es lo que
nos constituye como una partícula divina intentando sentirse así. El místico no
transgrede las normas, simplemente coincide con la corriente natural del
universo y la acepta. No lo hace con resignación, la acepta con el corazón
encendido por las luces del amor verdadero enfocando la vida como un juego en
el que la alegría en la acción es la única garantía de espiritualidad posible.