«Hija
mía, ¿sabes quién eres tú y quién soy yo? Si lo sabes serás infinitamente
feliz. Tú tienes que saber que eres la que no es, y Yo, el que es. Si guardas
este conocimiento en el fondo de tu alma, el demonio jamás te podrá engañar, y
evitarás así todas sus trampas, todos sus engaños, y sin sufrir por eso».
Estas
palabras atribuidas a una aparición de Jesús a Santa Catalina de Siena son
perfectas para el objetivo de exploración que nos planteamos en esta entrada
del blog: La sinceridad. Podríamos recitarlas como un mantra sin extraer de
ellas más que la musicalidad rítmica de sus entonaciones o bien podríamos
leerlas detenidamente intentando sentir el sentido de significado profundo que
contienen. Allá cada uno.
Decía
Aldus Huxley que para aproximarse realmente a la mística había que leer a los
santos, no porque estos tuviesen una verdad que otros no poseían, sino porque
solo los santos eran verdaderos exploradores del silencio en el que se esconden
las respuestas sin preguntas.
Nuestra
sinceridad es una de las pocas garantías de realidad que puede mantenernos con
coherencia en el camino de la mística. La confusión de este aspecto puede
hacernos desembarcar equivocadamente en las islas de la religión e infectarnos
de su estructura irreal. Esta palabra maravillosa es de las menos activas en
nuestras vidas. Según algunos estudios realizados recientemente mentimos más
que respiramos y eso debería darnos mucho que pensar.
Cuando
nos referimos a la obra sincera o al pensamiento sincero, estamos abarcando un
campo más amplio de interpretación en el que nuestra actitud, nuestro pasado y
nuestro destino intervienen manifestando otras formas de interpretación.
Resulta imprescindible que seamos absolutamente sinceros con nosotros mismos.
Este proceso para llegar a la sinceridad absoluta es uno de los primeros que se
nos presentan necesarios para este sendero sin retorno. Nuestras acciones
habituales se realizan dentro de una compleja estructura de concordancias en
las que participan todos los aspectos de nuestra psique. Ver con claridad esta
estructura de concordancias nos puede mostrar las motivaciones reales de
nuestras acciones, las que en realidad nos llevan a decir, pensar o hacer de
una forma determinada.
Muchos
de nuestros actos pueden estar enmascarados por intenciones que no tienen nada
que ver con lo que pretendemos exponer públicamente al realizarlas. A veces
actos de aparente generosidad o de afecto tienen en realidad la finalidad de
darnos una imagen equivocada de nosotros mismos en la que nuestro ego se
retroalimenta y se recrea.
Ser
sincero es muy duro al principio, pero es una enorme garantía de estabilidad
interior porque una vez que lo somos, una vez que dejamos de engañarnos a
nosotros mismos, dejamos de temer la verdad de los demás, dejamos de temer que
nos descubran, que nos mientan o que nos evalúen en positivo o negativo. La
sinceridad duele pero nos da ese poder de firmeza y confianza en nosotros
mismos. Nadie debería ser más sincero con nosotros que nosotros mismos.
La
primera acción sincera debería ser analizar la estructura de nuestro personaje
sin miramientos, sin compasión, sin misericordia. ¿Somos holgazanes, egoístas,
tramposos, aduladores, mentirosos, rencorosos o envidiosos?, ¿lo hemos sido en
algún momento de nuestras vidas?, ¿queremos seguir siéndolo o volver a serlo?
La respuesta en la mayoría de los casos será negativa para la primera cuestión,
posible para la segunda y claramente apuntará a una voluntad positiva en la
última, lo cual nos revela nuestra autentica voluntad de evolución hacia la
luz.
Es
cierto que esta voluntad puede estar impregnada de ideales subterráneos
forjados en las tierras de la religión, la ficción o la educación, por citar
algunos medios de influencia, pero por más vueltas que le demos, a casi nadie
le satisface saberse un mentiroso aunque hayamos aprendido a justificarlo
interiormente. Expresiones como «mentira piadosa», «envidia sana» o «rencor
pasajero», lejos de ser meros eufemismos, apuntan a un peligro mayor en tanto
que se revelan hacia nuestro interior como verdaderas antinomias irresolubles frente a
nuestro eje moral debidamente vertebrado. No podemos aceptar un modelo de
envidia sana. Es más que evidente que estamos enmascarando otros sentimientos
más profundos, de carácter negativo para nuestro personaje creado, con el que
no queremos convivir diariamente en nuestras cabezas. Queremos ser inmaculados
y sólo hay una forma de serlo, no dos. La real, la verdadera, es ser sincero
absolutamente y no cuestionar en base a un paradigma autógeno la motivación
ficticia de nuestros actos en general. Simplemente deberíamos entender que
«decidimos» optar por un camino sin mentiras, estas siempre nos equivocarán los
términos exactos de la realidad que pretendemos aprehender.
Ser
sinceros requiere un alto nivel de aceptación de nuestras irregularidades
presentes, pasadas y proyectadas. Es preciso que las penas de esos juicios se
rebajen hasta su absoluta extinción porque solamente la aceptación y la
comprensión del origen de nuestras oscuras pulsiones nos permitirán operar
indirectamente sobre ellas. Limpiar el corazón nos exigirá no esconder nada
debajo de la alfombra. Estos restos escondidos, maquillados, camuflados en
sentimientos de bondad, amor, generosidad, comprensión, no harán más que
contagiar de sombras las verdaderas posibilidades de que estas tendencias
surjan de forma natural interiormente. De no ser sinceros no podrán hacerlo
porque las habremos contagiado de autoengaño y ni nosotros mismos podremos
asumirlas en nuestra realidad interior. Seremos cada vez más oscuros y más
dañinos hacia nosotros mismos y, por ende, hacia el resto de los que nos
acompañan.
La
aceptación de este aspecto de nuestra criba parte de una convicción
fundamental: que esencialmente puede que seamos un espacio vacío repleto de
conciencia. Esa conciencia está impregnada de la información que obtenemos y de
cómo nos enseñan a interpretarla. Para volver al uno absoluto debemos dejar de
referenciarlas, de analizarlas, de juzgarlas. Lo único que tenemos que hacer es
verlas como una forma de interacción que, en algún momento de nuestras vidas,
ha cogido la fuerza suficiente, se ha reforzado, como para actuar por ella
misma sin que medie nuestra capacidad inmediata de decisión. Ese será el
momento de comenzar el camino de la sinceridad cuyo mejor compañero será
siempre nuestro amigo el silencio. Hablaremos de él muy pronto.