Decía
Einstein que vemos la luz del atardecer anaranjada y violeta porque llega
demasiado cansada de luchar contra el espacio y el tiempo. A veces, nosotros
también llegamos al final de la jornada en las mismas condiciones. El tiempo
parece ir cada vez más deprisa y la sensación, con el paso de los años, se
acentúa tanto que llegamos a imaginar que su propia dinámica está cambiando.
¿Qué
nos ocurre? ¿Por qué se nos aprieta tanto el tiempo que los días parecen volar
y el presente se nos escurre casi sin darnos cuenta? Esta es una cuestión que
bien merece ser reflexionada.
La
vida es sin duda algo maravilloso, algo rotundo y bello que evoluciona en
fragmentos de tiempo cuya cadencia, ritmo y proporción apenas podemos llegar
realmente a imaginarnos desde nuestra leve existencia temporal. Nuestra gran
herramienta para la interpretación de todo este universo son la mente y sus
consejeros (los sentidos), estos gestionan nuestra experiencia emergente
dándonos toda la información que necesitamos para sentirnos una parte
indivisible, aunque separable, de este todo inmenso que es el universo.
Nuestra
psique nos susurra la proporción de lo que nos llega. Algo es lo
suficientemente preocupante, o no, en virtud a los parámetros informativos
previos que hemos registrado en la plantilla de paradigmas temporales de
nuestra mente. Todo está tan condicionado por ese pasado lleno de registros,
afirmaciones, ritmos, sensaciones y experiencias combinadas que poco podemos
hacer si intentamos volver al pasado para arreglar el entuerto. Pero, aunque
esta afirmación pudiera parecernos inicialmente una tontería, es en verdad
aquello que solemos hacer metiéndonos en un bucle de pensamientos que no
termina porque no podemos viajar a un fragmento inexistente ya de nuestra
realidad.
Muchas
veces nos enfrentamos a la situación de no poder quitarnos algo de la cabeza
que hicimos, que chocó frontalmente contra nuestra estructura de valores
predefinida, y nos enredamos más y más intentando cambiar nuestro recuerdo para
que este se transforme en soportable.
La
mente no funciona así. El olvido ocurre de forma natural pero difícilmente
puede operar cuando procesos mentales se empeñan en volver una y otra vez a ese
momento para intentar transformarlo. Parece que la solución es bien sencilla,
basta con dejar de volver a esa reflexión y poco a poco, esa parte de nosotros
que gestiona los recuerdos, hará su oportuno trabajo.
Ahora
bien, parece no existir un momento del día en el que podamos dedicarnos a esa
tarea de silenciar la mente, de estar en calma, sentados o tumbados, sin prisas
ni misiones inmediatas que cumplir. Todo insiste en apartarnos de nuestro
momento de meditación. Sin embargo los mecanismos a los que podemos acceder
desde la idea de una mística integrada en nuestras vidas son innumerables para
solventar este problema del tiempo. Veamos algo más sobre esto.
Partamos
de la base de que el tiempo no se distorsiona según nuestras perspectivas
personales, es una constante sobre la que nuestra conciencia amplía o reduce
significativamente su impresión en base al cúmulo de cuestiones en las que se
encuentre implicada a cada momento. Por lo tanto, como punto de partida,
debemos confiar en estos elementos fijos para poder desarrollar un sentido
práctico a nuestra comprensión del problema. Sigamos.
Por
otra parte, la tecnología que nos rodea, su ritmo de funcionamiento, su ritmo
de producción, de distribución, de difusión, está progresivamente acelerando en
virtud a las exigencias de competitividad que rigen en nuestro sistema social
sobrepoblado y ambicioso. Parece evidente que, cuantos más seamos, más se
va a ir acelerando todo lo que hacemos.
Esto,
lejos de parecernos una locura, deberíamos ir integrándolo dentro de nuestra
perspectiva sin oponernos a su incuestionable realidad y, aunque no podemos
hacer nada inmediato para parar esta aceleración circundante, sí podemos hacer
mucho para que nuestro pensamiento, nuestra conciencia y nuestra acción no se
contagien de esta locura progresivamente acelerada.