lunes, 25 de octubre de 2010

La inmortalidad del presente meditativo


Qué ajetreo. Desde la mañana a la noche apenas nos queda tiempo. Vivimos impulsados sin más atisbos de descanso que los dictados como convenientes.
¿Por qué esta sensación? ¿En qué gastamos el tiempo?

Vivimos en una proyección constante en la que la sensación de no tener tiempo nace de la incapacidad de vivir realmente el presente, un presente que no termina de llegar nunca, un presente al que aspiramos llegar huyendo constantemente de él.

La meditación resulta culturalmente anacrónica, si entendemos por meditar aquello de sentarse tranquilamente y no hacer nada. Y mientras ¿qué pasa con la vida? ¿Cómo sentarnos a no hacer nada, a perder el tiempo? Cuestiones lógicas a las que tendremos que atender para comprender el real significado de la práctica meditativa.

Como ejercicio tiene un sinfín de utilidades para las mentes que buscan la profunda realidad del ser humano. Lejos de reducirla exclusivamente a un «no hacer nada», debemos entenderla inicialmente como un esfuerzo, consecuentemente en un hábito y finalmente en un elemento indispensable para compensar el desbarajuste, que esta acumulación de egos incontrolados, ha generado en el contexto humano.

Meditar es ser humano, en su más amplia concepción. La forma, el método o la escuela no son determinantes a la hora de evaluar su utilidad. Si partimos de las necesidades del ser humano, las auténticas necesidades de comprensión existencial y de aprovechamiento de la vida, veremos que los principios generales de todas las escuelas y métodos de meditación (activa, pasiva, estática, dinámica, etc.) cumplen los requisitos de nuestras necesidades.

Pero sobre todas las finalidades que podamos buscar en el ejercicio meditativo, existe una fundamental, una que, en los tiempos actuales, no debería ser pasada por alto en absoluto: el máximo control de nuestras mentes.

El contexto en el que hemos llegado a integrarnos por nacimiento, colaboración o simple intervención, nos convierte ante todo en roles muy definidos. Somos consumidores influenciables, votantes ideológicamente incitados, trabajadores obligados o inadaptados excluidos. En algunos casos, somos todo esto y eso, nos guste más o menos, acentúa las influencias sobre nuestro pensamiento evolutivo y
sus influencias sobre nuestra capacidad de ser conscientes. Nos condiciona tanto en nuestra capacidad de adaptación, como en la generación de recuerdos y proyecciones a futuros menos opresivos para nuestra esencia fundamental.

Podríamos afirmar que el ser humano sufre su propia decisión. Es víctima de él mismo en manifestaciones de estructuras de poder que no siempre elige en realidad. Somos pasado y futuro, los estratos en los que la influencia externa goza de más posibilidades de producirse. Sin embargo, el presente, ese al que realmente aspiramos, pese a todos los intereses (económicos, políticos y sociales) tentados de extraernos de él, es sólido y fuerte cuando nuestra mente dispone de la capacidad de situarse sobre él en absoluta consciencia, sin proyecciones aspiradas o recuerdos condicionantes.

Resulta muy difícil permanecer en el presente porque, para ello, el presente nos exige conciencia absoluta, nos exige un razonamiento estrictamente puntual que no progrese a variables esencialmente no deseadas. El presente nos llama desde el silencio y desde la serenidad de no evolucionar en la lógica y sí en la intuición propia del acto de comunión con el magma del que formamos parte.

Cuando meditamos, nuestra mente realiza el esfuerzo de auto dominarse. Realiza la acción de poner límites a las estructuras lógicas que ella misma crea para reforzar la dirección que le marca el espíritu, la conciencia, el alma o, como decidamos llamar a aquello que nos hace ser conscientes de que pensamos.

Las necesidades de ser felices nos llegan relacionadas con la meditación por dos vías intercomunicadas. La primera es la facultad de parar el razonamiento lógico y permanecer serenamente expectantes a los acontecimientos que el universo nos permite observar sin juicios, sin historias derivadas ni recuerdos relacionados. Nos permite la felicidad de no desear, de no aspirar y evita la angustia inherente a la expectativa de la consecución de lo deseado, con todas sus proyecciones cíclicamente indefinidas.

La segunda línea de felicidad que nos propone la meditación es la posibilidad de definir la dirección de nuestro pensamiento hacia lo que tenemos y que podría reportarnos felicidad, en vez de a lo que nos acucia como problema que, finalmente, no suele tener la contundente importancia que le asignamos desde su magnética fijación inicial. No miramos lo que podría hacernos felices, miramos lo que nos hace sufrir, en un intento de batallar hasta doblegar esta infelicidad, sin darnos cuenta que ambos aspectos de la existencia son hermanos gemelos. Solo disfrutamos la felicidad en conciencia y en pensamiento ante la referencia de lo infeliz. El universo dual tiene esta característica opcional y evitar lo uno significa directamente anular la posibilidad de expresión de lo otro.

Para fijar nuestra mente en lo que tenemos, debemos partir de una base fundamental en nuestras estructuras lógicas. Estamos vivos, estamos sanos, tenemos ropa, comida, espacio para vivir, amigos, familias y un universo maravilloso nos rodea. A partir de aquí, cuando damos esto por sabido, no podemos permitirnos el lujo de olvidarlo, porque, cuando lo olvidamos, creamos directamente una nueva dirección del pensamiento que se posa en la otra cara de la moneda.

En ese instante queremos cambiar ese panorama oscuro actuando directamente sobre él, bien soslayándolo, bien superponiéndolo, o bien sufriéndolo reiteradamente hasta que el sufrimiento se convierte en la constancia permanente y el eje condicionante de nuestra vida.

Hay otras formas de superar estos obstáculos o de actuar acorde a su manifestación. Tenemos la potestad de evolucionar desde lo positivo sin prestarle demasiada atención a las opciones que surgen desde la confrontación con lo negativo.

Cuántas personas sufren una estética que no aceptan influenciadas por unos patrones que algunos han decidido. Cuántas personas sufren por las obligaciones de esfuerzo que el existir nos exige. A cuántas personas no aceptamos porque no cumplen los requisitos que previamente hemos fijado en nuestra mente como aceptables, bien por educación, bien por herencia, bien por influencia mediática o
bien por experiencias traumáticas pasadas.

La conciencia puede posicionarse en concentración sobre lo que deberíamos agradecer y aceptar los problemas que surgen en nuestra vida como traumáticos modos de evolución desde los que debemos aprender y manifestar conciencias de orden superior.

No podemos exigir un 100 % de nada a nadie si no estamos a esa altura. Únicamente tendremos acceso a personas de un nivel de relación similar al nuestro. Nuestra valoración, además de improcedente, resultaría harto injusta si partimos de la base de que nuestra excelencia como valoradores está, por defecto, ya invalidada por el simple hecho de juzgar.

Sólo si estamos en un 100 % de nuestra conciencia, tendremos acceso a personas con un 100% de conciencia y estaremos en disposición de valorar este positivo porcentaje en tanto que esta empatía de reconocimiento sólo es posible entre pares.

El perfeccionamiento nace del interior de cada persona. Los problemas que nos acucian tienen la misión de enseñarnos caminos y el esfuerzo por superarlos debe estar motivado siempre desde el amor que sintamos, la compasión y la gratitud por disfrutar de tantas cosas como las que disfrutamos.

Todo esto puede resultar lógico pero inviable si nuestro pensamiento, nuestra mente, no dispone de la capacidad de autodireccionarse hacia lo positivo, si no tiene la posibilidad de evitar las proyecciones y los recuerdos a los que el medio le empuja, si no somos capaces de entender que en el silencio y la observación sin juicios está el germen de la aceptación de lo que somos y de la proyección de los sentimientos y actos que hacen que el ser humano sea lo que debe ser como referencia divina entre los seres que pueblan la tierra.