viernes, 19 de septiembre de 2014

Purificar el corazón

Si no purificamos el corazón, toda mística deviene en una forma corrupta de anarquía. La purificación del corazón, tan a menudo resaltada en los diferentes estratos religiosos de cualquier cultura es un proceso que, en esencia, debe mantenerse en constante funcionamiento para garantizar el sentido real de nuestras experiencias introspectivas.
En nuestro magma social lo anárquico y lo místico suelen confundirse. La evidente no aceptación de las normas es una característica que debe ser analizada para valorar justamente esta confusión. El místico no se opone a la norma, simplemente se aparta de los pilares sobre los que esta se edifica. No obedece a ninguna ley exógena a la naturaleza inmaculada de un corazón puro.
Nuestra estructura moral se establece desde nuestros primeros pasos en el mundo, se define, configura y penetra hasta lo más profundo de nuestra psique desde los orígenes más insospechados. Definimos un bien y un mal en base a patrones que poco tienen que ver con nuestra naturaleza real y mucho con un orden social establecido para una convivencia pacífica y organizada.
El individuo, sujeto a este conjunto de leyes, se ve condicionado a valorar su universo psíquico desde esta perspectiva coloreada por elementos externos, sociales, culturales, educacionales y limitantes hacia su propia expresión personal. A través de esa confusión inicial intenta autodefinirse sin muchas garantías de éxito.
El místico se involucra en la vida, participa en ella, se aparta temporalmente para indagar en la soledad de su única e inmediata presencia y, repleto de esa experiencia interior, vuelve al entorno selvático al que como ser humano pertenece. En este entorno vuelca su experiencia interior haciendo uso de aquello que ha experimentado en la soledad meditativa de su propio presente inmediato.
No se permite el lujo de juzgar, de condenar, de perder la paz interior. No se lo permite porque es consciente de que la inercia circundante solo es fuerte cuando nuestro corazón está manchado de incoherencia, de injusticia o de negatividad.
¿Cómo podremos depurar nuestro corazón? Esta cuestión tan ampliamente debatida por los filósofos de todas las épocas carece de sentido en el contexto que nos ocupa. El corazón es el templo de nuestro espíritu, es la fuente de la que brota nuestro pensamiento y es el manantial inagotable del verdadero amor. La gratitud sincera por la vida, por la experiencia, por poder experimentar directa y conscientemente el proceso de la creación puede llenarnos de amor el corazón. Sólo con ese sentimiento afianzado podemos hablar de un corazón puro, de una vía para que nuestra naturaleza se exprese sin la nefasta influencia de las normas establecidas en base al miedo, el rencor o la injusticia humana en sus más perversas manifestaciones.

El camino del místico es el camino del amor, de la conciencia pura en un instante en el que no cabe otro sentimiento, otro pensamiento, otro objetivo. Experimentar esa capacidad de amar, de comprender a través del afecto es lo que nos constituye como una partícula divina intentando sentirse así. El místico no transgrede las normas, simplemente coincide con la corriente natural del universo y la acepta. No lo hace con resignación, la acepta con el corazón encendido por las luces del amor verdadero enfocando la vida como un juego en el que la alegría en la acción es la única garantía de espiritualidad posible.