sábado, 27 de septiembre de 2014

Sincera-mente

«Hija mía, ¿sabes quién eres tú y quién soy yo? Si lo sabes serás infinitamente feliz. Tú tienes que saber que eres la que no es, y Yo, el que es. Si guardas este conocimiento en el fondo de tu alma, el demonio jamás te podrá engañar, y evitarás así todas sus trampas, todos sus engaños, y sin sufrir por eso».
Estas palabras atribuidas a una aparición de Jesús a Santa Catalina de Siena son perfectas para el objetivo de exploración que nos planteamos en esta entrada del blog: La sinceridad. Podríamos recitarlas como un mantra sin extraer de ellas más que la musicalidad rítmica de sus entonaciones o bien podríamos leerlas detenidamente intentando sentir el sentido de significado profundo que contienen. Allá cada uno.
Decía Aldus Huxley que para aproximarse realmente a la mística había que leer a los santos, no porque estos tuviesen una verdad que otros no poseían, sino porque solo los santos eran verdaderos exploradores del silencio en el que se esconden las respuestas sin preguntas.
Nuestra sinceridad es una de las pocas garantías de realidad que puede mantenernos con coherencia en el camino de la mística. La confusión de este aspecto puede hacernos desembarcar equivocadamente en las islas de la religión e infectarnos de su estructura irreal. Esta palabra maravillosa es de las menos activas en nuestras vidas. Según algunos estudios realizados recientemente mentimos más que respiramos y eso debería darnos mucho que pensar.
Cuando nos referimos a la obra sincera o al pensamiento sincero, estamos abarcando un campo más amplio de interpretación en el que nuestra actitud, nuestro pasado y nuestro destino intervienen manifestando otras formas de interpretación. Resulta imprescindible que seamos absolutamente sinceros con nosotros mismos. Este proceso para llegar a la sinceridad absoluta es uno de los primeros que se nos presentan necesarios para este sendero sin retorno. Nuestras acciones habituales se realizan dentro de una compleja estructura de concordancias en las que participan todos los aspectos de nuestra psique. Ver con claridad esta estructura de concordancias nos puede mostrar las motivaciones reales de nuestras acciones, las que en realidad nos llevan a decir, pensar o hacer de una forma determinada.
Muchos de nuestros actos pueden estar enmascarados por intenciones que no tienen nada que ver con lo que pretendemos exponer públicamente al realizarlas. A veces actos de aparente generosidad o de afecto tienen en realidad la finalidad de darnos una imagen equivocada de nosotros mismos en la que nuestro ego se retroalimenta y se recrea.
Ser sincero es muy duro al principio, pero es una enorme garantía de estabilidad interior porque una vez que lo somos, una vez que dejamos de engañarnos a nosotros mismos, dejamos de temer la verdad de los demás, dejamos de temer que nos descubran, que nos mientan o que nos evalúen en positivo o negativo. La sinceridad duele pero nos da ese poder de firmeza y confianza en nosotros mismos. Nadie debería ser más sincero con nosotros que nosotros mismos.
La primera acción sincera debería ser analizar la estructura de nuestro personaje sin miramientos, sin compasión, sin misericordia. ¿Somos holgazanes, egoístas, tramposos, aduladores, mentirosos, rencorosos o envidiosos?, ¿lo hemos sido en algún momento de nuestras vidas?, ¿queremos seguir siéndolo o volver a serlo? La respuesta en la mayoría de los casos será negativa para la primera cuestión, posible para la segunda y claramente apuntará a una voluntad positiva en la última, lo cual nos revela nuestra autentica voluntad de evolución hacia la luz.
Es cierto que esta voluntad puede estar impregnada de ideales subterráneos forjados en las tierras de la religión, la ficción o la educación, por citar algunos medios de influencia, pero por más vueltas que le demos, a casi nadie le satisface saberse un mentiroso aunque hayamos aprendido a justificarlo interiormente. Expresiones como «mentira piadosa», «envidia sana» o «rencor pasajero», lejos de ser meros eufemismos, apuntan a un peligro mayor en tanto que se revelan hacia nuestro interior como verdaderas  antinomias irresolubles frente a nuestro eje moral debidamente vertebrado. No podemos aceptar un modelo de envidia sana. Es más que evidente que estamos enmascarando otros sentimientos más profundos, de carácter negativo para nuestro personaje creado, con el que no queremos convivir diariamente en nuestras cabezas. Queremos ser inmaculados y sólo hay una forma de serlo, no dos. La real, la verdadera, es ser sincero absolutamente y no cuestionar en base a un paradigma autógeno la motivación ficticia de nuestros actos en general. Simplemente deberíamos entender que «decidimos» optar por un camino sin mentiras, estas siempre nos equivocarán los términos exactos de la realidad que pretendemos aprehender.
Ser sinceros requiere un alto nivel de aceptación de nuestras irregularidades presentes, pasadas y proyectadas. Es preciso que las penas de esos juicios se rebajen hasta su absoluta extinción porque solamente la aceptación y la comprensión del origen de nuestras oscuras pulsiones nos permitirán operar indirectamente sobre ellas. Limpiar el corazón nos exigirá no esconder nada debajo de la alfombra. Estos restos escondidos, maquillados, camuflados en sentimientos de bondad, amor, generosidad, comprensión, no harán más que contagiar de sombras las verdaderas posibilidades de que estas tendencias surjan de forma natural interiormente. De no ser sinceros no podrán hacerlo porque las habremos contagiado de autoengaño y ni nosotros mismos podremos asumirlas en nuestra realidad interior. Seremos cada vez más oscuros y más dañinos hacia nosotros mismos y, por ende, hacia el resto de los que nos acompañan.

La aceptación de este aspecto de nuestra criba parte de una convicción fundamental: que esencialmente puede que seamos un espacio vacío repleto de conciencia. Esa conciencia está impregnada de la información que obtenemos y de cómo nos enseñan a interpretarla. Para volver al uno absoluto debemos dejar de referenciarlas, de analizarlas, de juzgarlas. Lo único que tenemos que hacer es verlas como una forma de interacción que, en algún momento de nuestras vidas, ha cogido la fuerza suficiente, se ha reforzado, como para actuar por ella misma sin que medie nuestra capacidad inmediata de decisión. Ese será el momento de comenzar el camino de la sinceridad cuyo mejor compañero será siempre nuestro amigo el silencio. Hablaremos de él muy pronto.