jueves, 20 de noviembre de 2014

Amor y compasión

 «El dominio de los fenómenos afectivos resulta siempre ambiguo. Pero no tanto porque estos fenómenos mismos lo sean –al contrario, quizá nada hay más poderosamente claro que muchos de ellos-, sino, más bien, porque se trata de un terreno poblado de realidades con fronteras mal delimitadas por la lengua natural y no mucho mejor precisadas por el análisis psicológico y filosófico, ni por la novela o el drama. Con todo, resulta difícil encontrar un ejemplo más rotundo de tales ambigüedades en la teoría que el representado por la compasión.»

Miguel García-Baró
 En la actualidad parece cada vez más justificado carecer de compasión por los demás. Este pensamiento que se filtra a través de una convivencia complicada, estresada, repleta de egoísmos y de competencia, nos lleva irremediablemente a la putrefacción progresiva de algo tan importante como resulta ser el concepto de humanidad.
Si algo nos ha permitido llegar hasta estas alturas históricas de este, mal llamado a veces, proceso evolutivo, es nuestra capacidad de amarnos y de ejercer una real compasión por los demás. Tendríamos que reflexionar sobre la forma en la que esta falta de compasión, sus causas y las posibles soluciones para resucitarla nos pueden cambiar la vida.
No estamos solos, somos sociedad además de individuos. El alma de la humanidad se descubre a cada momento  en pequeñas anécdotas que nos ponen los pelos de punta o que nos suscitan, cuando menos, una abstracción de la que no solemos salir mejor parados.

La compasión no es un ejercicio hacia lo externo, no es un acto público para aumentar alguna falsa imagen de reconocimiento que nosotros mismos nos regalamos. Estamos ante algo mucho más grande y poderoso que lo que puede ser nuestra insignificante y temporal  personalidad. Ser compasivos es ser a la vez empáticos pero sin posicionarnos excesivamente en el otro hasta el punto de caer en su misma ciénaga. La compasión como ejercicio dentro de la mística tiene un valor incalculable porque nos exige, en su práctica sincera, amar a los que nos rodean, desearles lo mejor, esforzarnos por aportar algo a sus momentos tristes, pero también nos enseña a no alimentar envidias u odios que nos impiden realmente descubrir la realidad del ser que hay debajo del personaje.